Guido,
el encargado del bar-pizzería-restaurant Barcelona (“Asturias” reza contradictoriamente
el subtítulo porque los dueños son dos: uno barcelonés, el otro asturiano; como
ambos se llevan mal, Guido quedó entremedio), me dio su visto bueno al
instante. Le pregunté si podía venir a trabajar el 25 de mayo y su sonrisa fue
aun mayor: “ese día servimos locro”. Me encantó la idea de repartir locros a
domicilio un sábado patrio por la noche. Acá estoy. Son las siete y media de la
tarde, pero el locro se agotó al mediodía.
“Volaron
doscientas porciones”, decreta el cocinero uruguayo que se llama, parece
mentira, Esteban Javier. “Me llamo igual”, le digo yo. Pone cara de sospechoso éxtasis
y saca su DNI del bolsillo. Como en un duelo del Lejano Oeste, desenvaino el mío
y ratificamos la casualidad en ambos nombres, que nos predispone a arrancar con
fantástica energía.
Conozco
también a Charly, el mozo, y a Tata, el afable joven de 23 años que hoy trabaja
en calidad de franquero, ayudante de cocina, cafetero, bachero y, ocasionalmente,
repartidor a domicilio en bicicleta o a pie, dependiendo de las distancias. Incluso
reparte en auto, con Guido al volante de su vehículo, cuando se trata de pedidos
más o menos lejanos.
Tata y
yo vamos a alternar repartos, uno cada uno. Antes de entrar en ritmo, él me
pone en órbita contándome que Guido levanta el pedido por teléfono –doy fe: lo
hace con velocidad y sentido del humor, anticipándose a las respuestas del
interlocutor–, pasa la comanda a la cocina y, cuando está listo, el propio
Guido lo envuelve y embolsa, y uno le agrega un pan, lo guarda en la mochila térmica,
se la pone al hombro y sale disparado con la dirección y el vuelto en la mano. La
tarea no reviste grandes misterios, salvo conocer el barrio y estar alerta
porque una desatención nos haría entreverar los pedidos o las direcciones.
En
Barcelona se le hace competencia, y a muchísima honra, a Rappi, Glovo y PedidosYa,
empresas que coparon el mercado del delivery y transitan severos conflictos con
sus empleados. “Nosotros ganamos en rapidez y en años de confianza”, dice Guido,
consciente de que su clientela está acostumbrada a esos atributos, aun si se
trata de dos viejitas valetudinarias que viven enfrente del lugar y piden
siempre lo mismo a la misma hora y la entrega es ¡con llave! hasta la puerta de
su hogar, un PH al fondo.
El primer
reparto me toca a pocas cuadras, en la calle Carranza. Me trepo a la playera
remadora –rodillas al cuello, freno a contrapedal– con dos pasteles de papa a
cuestas. Son $ 380, pagan con $ 400, llevo $ 20 de vuelta. Toco timbre y… “¡el
pedido!”. ¿Propina? Ni soñarlo. Con suerte un “gracias” retaceado y hasta
luego. Vuelvo cabizbajo. Guido me anima: “imaginate que me roban hasta el papel
higiénico del baño”. Me frustra sobre todo porque lo recaudado va para Tata (de
alguna forma, le estoy sacando el trabajo o se lo estoy “alquilando”).
Se
suceden los repartos con fervor como hasta las once y pico. Las propinas aparecen,
pero no pasan nunca los $ 20, lo cual parece correcto en pedidos que no suelen
superar los $ 500. La gente abre la puerta en pijamas o con mirada hambrienta. A
veces se demoran más de la cuenta o no atienden el timbre y bajan directo al
cabo de unos minutos. Hablando de hambre, vuelvo al viejo tema del trabajo
informal, precarizado de calle. Tanto ejercicio me genera unos sonoros
borborigmos. Además, llevo siete días comiendo razonablemente mal y a deshoras.
Cerca de la medianoche, el bar se vacía. El
violinista ambulante, un personaje, tocó unos temas delante del retrato de
Gardel y partió. La “mesa de notables” –tacheros y abogados de franco empinar que
conversan en voz alta de bueyes perdidos– levantó la cesión y el ruido decreció.
En esa mesa desocupada se repantiga Guido y sintoniza en la TV la pelea de la
Tigresa Acuña. Resopla y me dice que ya está, que terminamos, y me ofrece que
elija algo de la carta para cenar.
Me deleito con un filet de merluza con papas fritas
y un sifón mientras Esteban Javier y Tata baldean la cocina. Me percato de eso
tarde, cuando ya estoy comiendo, y no me gusta. No me siento cómodo con este
extraño privilegio. Apuro los bocados y, antes de irme, le doy a Tata la pila
de billetes de $ 5 y $ 10 que me dieron de propina. Son casi $ 200 y él está exultante.
Su sonrisa partida al medio por un arito en el labio me atrapa. “Me la re
subiste”, me dice, “porque a mí sólo me dieron $ 50”.
Otra vez como a lo largo de toda esta semana,
una semana llena de contornos y visceralidades, de revelaciones y profundidades,
de esfuerzos y compasiones, el final de la jornada me lega una enseñanza
inesperada, un gesto de humanidad y gratitud. Para alguien como Tata, el menor
de siete hermanos y prácticamente echado de su casa en el Bajo Flores, viviendo
de prestado en lo de su ex novia “con la que está todo mal”, esos billetes son
eso: billetes, y también una sorpresa.