domingo, 26 de mayo de 2019

DÍA 7: SÁBADO 25 DE MAYO –– repartidor a domicilio (punto de partida: Córdoba y Ravignani) de 19:30 a 1:30.


Guido, el encargado del bar-pizzería-restaurant Barcelona (“Asturias” reza contradictoriamente el subtítulo porque los dueños son dos: uno barcelonés, el otro asturiano; como ambos se llevan mal, Guido quedó entremedio), me dio su visto bueno al instante. Le pregunté si podía venir a trabajar el 25 de mayo y su sonrisa fue aun mayor: “ese día servimos locro”. Me encantó la idea de repartir locros a domicilio un sábado patrio por la noche. Acá estoy. Son las siete y media de la tarde, pero el locro se agotó al mediodía.

“Volaron doscientas porciones”, decreta el cocinero uruguayo que se llama, parece mentira, Esteban Javier. “Me llamo igual”, le digo yo. Pone cara de sospechoso éxtasis y saca su DNI del bolsillo. Como en un duelo del Lejano Oeste, desenvaino el mío y ratificamos la casualidad en ambos nombres, que nos predispone a arrancar con fantástica energía.





Conozco también a Charly, el mozo, y a Tata, el afable joven de 23 años que hoy trabaja en calidad de franquero, ayudante de cocina, cafetero, bachero y, ocasionalmente, repartidor a domicilio en bicicleta o a pie, dependiendo de las distancias. Incluso reparte en auto, con Guido al volante de su vehículo, cuando se trata de pedidos más o menos lejanos.

Tata y yo vamos a alternar repartos, uno cada uno. Antes de entrar en ritmo, él me pone en órbita contándome que Guido levanta el pedido por teléfono –doy fe: lo hace con velocidad y sentido del humor, anticipándose a las respuestas del interlocutor–, pasa la comanda a la cocina y, cuando está listo, el propio Guido lo envuelve y embolsa, y uno le agrega un pan, lo guarda en la mochila térmica, se la pone al hombro y sale disparado con la dirección y el vuelto en la mano. La tarea no reviste grandes misterios, salvo conocer el barrio y estar alerta porque una desatención nos haría entreverar los pedidos o las direcciones.





En Barcelona se le hace competencia, y a muchísima honra, a Rappi, Glovo y PedidosYa, empresas que coparon el mercado del delivery y transitan severos conflictos con sus empleados. “Nosotros ganamos en rapidez y en años de confianza”, dice Guido, consciente de que su clientela está acostumbrada a esos atributos, aun si se trata de dos viejitas valetudinarias que viven enfrente del lugar y piden siempre lo mismo a la misma hora y la entrega es ¡con llave! hasta la puerta de su hogar, un PH al fondo.

El primer reparto me toca a pocas cuadras, en la calle Carranza. Me trepo a la playera remadora –rodillas al cuello, freno a contrapedal– con dos pasteles de papa a cuestas. Son $ 380, pagan con $ 400, llevo $ 20 de vuelta. Toco timbre y… “¡el pedido!”. ¿Propina? Ni soñarlo. Con suerte un “gracias” retaceado y hasta luego. Vuelvo cabizbajo. Guido me anima: “imaginate que me roban hasta el papel higiénico del baño”. Me frustra sobre todo porque lo recaudado va para Tata (de alguna forma, le estoy sacando el trabajo o se lo estoy “alquilando”).





Se suceden los repartos con fervor como hasta las once y pico. Las propinas aparecen, pero no pasan nunca los $ 20, lo cual parece correcto en pedidos que no suelen superar los $ 500. La gente abre la puerta en pijamas o con mirada hambrienta. A veces se demoran más de la cuenta o no atienden el timbre y bajan directo al cabo de unos minutos. Hablando de hambre, vuelvo al viejo tema del trabajo informal, precarizado de calle. Tanto ejercicio me genera unos sonoros borborigmos. Además, llevo siete días comiendo razonablemente mal y a deshoras.




                                                                                                 
Cerca de la medianoche, el bar se vacía. El violinista ambulante, un personaje, tocó unos temas delante del retrato de Gardel y partió. La “mesa de notables” –tacheros y abogados de franco empinar que conversan en voz alta de bueyes perdidos– levantó la cesión y el ruido decreció. En esa mesa desocupada se repantiga Guido y sintoniza en la TV la pelea de la Tigresa Acuña. Resopla y me dice que ya está, que terminamos, y me ofrece que elija algo de la carta para cenar.

Me deleito con un filet de merluza con papas fritas y un sifón mientras Esteban Javier y Tata baldean la cocina. Me percato de eso tarde, cuando ya estoy comiendo, y no me gusta. No me siento cómodo con este extraño privilegio. Apuro los bocados y, antes de irme, le doy a Tata la pila de billetes de $ 5 y $ 10 que me dieron de propina. Son casi $ 200 y él está exultante. Su sonrisa partida al medio por un arito en el labio me atrapa. “Me la re subiste”, me dice, “porque a mí sólo me dieron $ 50”.





Otra vez como a lo largo de toda esta semana, una semana llena de contornos y visceralidades, de revelaciones y profundidades, de esfuerzos y compasiones, el final de la jornada me lega una enseñanza inesperada, un gesto de humanidad y gratitud. Para alguien como Tata, el menor de siete hermanos y prácticamente echado de su casa en el Bajo Flores, viviendo de prestado en lo de su ex novia “con la que está todo mal”, esos billetes son eso: billetes, y también una sorpresa.  

viernes, 24 de mayo de 2019

DÍA 6: VIERNES 24 DE MAYO –– vendedor ambulante (Medrano y Bartolomé Mitre) de 8 a 16


“El hombre nunca es sincero cuando interpreta su propio personaje: dale una máscara y te dirá la verdad”. La frase de Oscar Wilde no me viene como anillo al dedo. No. Por eso quiero usarla de puntapié para contar la experiencia humana, tan profundamente humana que viví hoy.

Dejo el trabajo de espera y vuelvo al trabajo de ataque. Circulo entre los autos con tres paquetes de Elite en la mano y digo “llegaron los pañuelitos, nunca están de más”. Por suerte hay sol y no hace tanto frío. Me acerco a un parabrisas y adivino la negación en el gesto seco de una cabeza. Digo “arrancó la temporada de mocos y yo tengo la solución” y obtengo una sonrisa, pero ahora muchos dedos índices flamean un “no” rotundo. Me propongo venderle a la conductora de una camioneta Hyundai que tiene la ventana baja y la sube de inmediato. Digo “uno por veinte, seis por cien” y el chófer de un taxi sin pasajeros me regala su gentil, calculada indiferencia al igual que una joven ciclista parada en un semáforo.





“No les des cabida”, me sugiere Cristian, “vos seguí en la tuya”. Junto a tres de sus cuñados –Pablo, Claudio y Lucas– venden desde hace años en esta zona de Almagro, aunque todas las mañanas toman el tren en Moreno, bajan en Caballito, toman el subte hasta Pasco, compran la cantidad de paquetes que cada uno puede y llegan a la transitada esquina de Mitre y Medrano en colectivo, con el desafío de venderlos todos antes de las 2, cuando aterriza “la gorra”. Me piden que ponga sus nombres tal cual son y que hable de eso, de la gorra, de cómo los echan cada día cuando ellos trabajan dignamente sin “bardeá ni escabiá”.

Son todos bien pillos y eso me gusta. Me gusta la gente espabilada. Pablo me cuenta que empezó trabajando en la calle a los seis años junto a su padre y que a los diez ya vendía solo. “Pañuelitos, acá”, dice. O sea que desde 2005 conoce este punto de la ciudad mejor que nadie. Los cuatro llegaron a las 10:30, tal como acordamos, improvisaron unos sándwiches y empezaron a meterle onda.

Cada uno tiene su discurso y su carácter. Parece que no, pero, si hilo fino, pesco que las técnicas varían muchísimo. Claudio, por ejemplo, es un gran vendedor “de a pie”; eso quiere decir que camina por la vereda tratando de convencer a los posibles clientes diciéndoles cosas como “soy padre de familia, doñita” o “ayúdeme a llevar el pan a mi casa”. Dice que él trata de hablarles directo al corazón. Al igual que su hermano Lucas, el “capo” según todos, tiene las cejas depiladas y un corte de pelo a la manera de algunos futbolistas jóvenes. Y hablando de corte, la expresión que más usan es “corte que”. Corte que esto, corte que aquello.





Corte que compran los paquetes a $ 32 en Balvanera y corte que tratan de sacarles el máximo rédito posible. Se la pasan contando y acomodando la guita, estudiando cuánto vendieron para terminar la faena cuanto antes. Trabajan con buen humor, chispa y un inmenso conocimiento de las subrepticias leyes callejeras. Tienen diez ojos y veinte manos. Cristian, por ejemplo, se mueve entre los autos y se queda un buen rato parado frente a las ventanas esperando el sí los conductores. Pablo –que al toque me dice “ñeri”, “ñeri” como aféresis de “compañero”– es un vendedor anfibio que, en modo gacela, salta de esquina en esquina y de auto en auto.

Es lindo verlos moverse por separado y cada tanto juntarse, compartir un cigarrillo y volver a empezar. Estoy en Mitre y oigo que desde Medrano me llega un chiflido y la voz de Lucas que me dice en joda: “¿Y, flaco?”. Si bien no paro de buscarle inflexiones a la voz y formas a mi arenga, sólo vendí un pañuelo a $ 20 y la jubilada que me lo compró lo hizo por pura compasión sin evitar una frase política: “Antes, con la yegua comíamos más; ahora, con este garca neoliberal nos morimos de hambre”. Curioso, me lo dice justo al lado de una pintada en la que se lee “Macri = Miseria”.

Para quienes, como yo, nunca vendieron “por necesidad”, no se trata de algo sencillo. Hay que ponerle mucha garra y mucha fe. Cambio el “chip” y me “adueño” de una de las cuatro esquinas con la idea de vender un paquete entero de seis pañuelos a $ 100. Media hora después, lo consigo gracias a un colombiano sonriente al que engaño suplicándole que me ayude para poder irme temprano a mi casa. Pego un salto de felicidad y cruzo la calle para darle el dinero a Pablo, ya que el paquete era suyo.





La cosa avanza a su ritmo y rápidamente se hace la una de la tarde. Me doy cuenta por el hambre que tengo. Cristian me dice que ellos aguantan todo el día con el sándwich de la mañana. Me rebelo y en una verdulería cercana compro mandarinas para todos. Se arma entonces otro lindo momento de unión que dura poco porque Lucas se acerca, alterado, a decirnos que en la esquina de Medrano y Díaz Vélez el “cobani” de siempre le pidió de mal modo que se fueran, que no vendieran más.

En conciliábulo ellos deciden, rodeándome, que lo mejor será, para evitarme un problema, que nos despidamos. Corte que no quieren que les saquen el dinero y la mercadería o que les planten un bagullo de marihuana. Corte que deberán entonces vender lo que les queda caminando, a la caza, y no en este lugar donde se sienten cómodos y donde los vecinos o los comerciantes ya los conocen. Me doy un sentido abrazo con cada uno de los pibes, que me invitan a volver cuando quiera y me agradecen la compañía.

Los cuatro se hacen literalmente humo y quedo a la deriva en Mitre y Medrano. Medio perdido, empiezo a mirar boludeces en el celular. No deben haber pasado más de diez minutos cuando Cristian, Pablo, Claudio y Lucas vuelven y me cuentan que fueron a hablarle en son de paz al “cobani”. Le pidieron que los deje vender, que ellos no le hacen mal a nadie y se “recatan”. La calle está plagada de fuerzas en constante oposición. La vida, en rigor.

Retomamos la faena un rato más. Vendo varios paquetitos individuales y a las tres y pico de la tarde nos volvemos a despedir. Les doy $ 600 como ofrenda y el saludo es otra vez hondo y enternecedor. Un día, pienso, y ya compartimos tanto. Estoy llegando a Acuña de Figueroa cuando oigo que Lucas me grita: “¡Te quiero, flaco!”.



jueves, 23 de mayo de 2019

DÍA 5: JUEVES 23 DE MAYO –– paseador de perros (Recoleta) de 10 a 16


Estoy fusilado. Física, emocional y mentalmente fusilado, pero feliz. Feliz y sorprendido por lo que pasa cuando uno empuja el cuerpo a experimentar en los bordes de sí, en sus márgenes y casi sin restricciones. Eso podría parecer exótico o despampanante y, sin embargo, no lo es; por el contrario, se trata de algo tan sencillo y cotidiano como ponerse literalmente en el lugar del otro –no de cualquier otro ni de cualquier forma– y, con su venia, “ejercer” de ese otro sin dejar de ser uno. Esto puede sonar muy complicado y no es la idea.

A Ro lo conozco de yoga. Compartimos clases desde hace unos cuatro o cinco años. No sé cuánto tardé en enterarme de que paseaba perros. Anduvo un tiempo desaparecido y dos semanas atrás –un lunes, como siempre– nos volvimos a encontrar en las prácticas de Julio, nuestro profesor. Al verlo se me ocurrió contarle mi proyecto para ver si le interesaba participar. Su respuesta fue un entusiástico “sí” con sonrisa Colgate.





Arrancamos en la esquina de Santa Fe y Libertad para recoger a Bono, un golden retriever fortísimo como un buey que es “segunda generación”. Eso quiere decir que Ro, que se dedica a esto desde hace dos décadas y siempre por Recoleta (síganlo en @dogsrecoleta), empezó paseando nada menos que a la madre. Bono se suma a Manola, una labradora mestiza que unos colegas de Ro encontraron abandonada en la calle y él adoptó. En pocos meses ella ya aprendió a moverse junto a su amo de acá para allá en patineta.

Queda claro desde el vamos que, aunque sea una perogrullada, para pasear perros primero hay que adorarlos y tenerles la mar de paciencia. Aparentemente, dos condiciones que escasean. ¿O acaso no vieron a paseadores sargentos, malhumorados y desafiantes, acogotando a los pobres animales y golpeándolos con un diario enrollado?

No sería el caso de mi amigo, que sólo trabaja con pichichos “deseados” por sus dueños y, por antonomasia, por él, de modo que ese doble amor engendra perros empáticos, cariñosos y educados. Algo fundamental para moverse con inmensa responsabilidad por las calles de la ciudad a los ojos de vecinos –¡otra vez!– caracúlicos y discriminadores que le han llegado a gritar cualquier barbaridad a Ro.





Seguimos de recorrida por un barrio que él conoce como la palma de su mano. Sabe qué veredas son más tranquilas que otras, incluso cuáles tienen mejor energía dependiendo de los porteros o de los tenderos; sabe qué atajo tomar si corta tal semáforo y en qué librería mora un amenazante gato maullador; sabe cómo sortear a otros paseadores para evitar encontronazos y todo lo hace con la misma sonrisa Colgate con la que dijo “sí” el otro día.

Llevo a Bono y a Manola de una soga atada a mi cintura –tarea compleja, al principio soy un enredo de patas con correas con patas– cuando llegamos a Larrea y French a buscar a Aslan, un caniche gris taciturno y armónico. Parece un viejo navegante. Apenas baja levanta la pata en el primer árbol que ve. Ro sabía perfecto que eso iba a pasar, cómo también sabía que Bono haría sus necesidades no sobre una tapa de Edenor cualquiera sino sobre “ésa” tapa y no otra. “Los perros”, dice, “son animales de costumbre”. Un poco como los humanos, convenimos a dúo. Y me cuenta que su función es que sus paseados se ejerciten, hagan trizas el sedentarismo y vuelvan cansados a sus casas. Ah, y que, como estamos a jueves, la cosa pinta más tranquila que si fuera lunes, pero yo no me fío: me entrevero con las patas y las correas y cada tanto un tironeo de Bono me transforma en un hombre diagonal.





Vamos conversando de todo muellemente. Hablamos de un decreto gubernamental aún vigente que estableció en 2001 que los paseadores no podían pasear a más de ocho perros. Hablamos del auge de este oficio; por caso, sus correas tiraban de ¡treinta! mamíferos, pero la crisis –y las crisis– cambiaron el panorama, como prácticamente todo en este país, y la necesidad hizo que ahora muchos se peleen por levantar la caca de los perros. Hablamos de que el 80% de los porteños tiene canes y pela un tupido llavero y entra en la casa de Santillán, un sin raza recogido en Uruguay y con sus mañas. Faltan Mandy y Fiona, dos labradoras negras para completar el sexteto y sentir que son ellos, enganchados a un mosquetón en mi cintura, los que me llevan a mí.

Ro llena un balde con agua en la canilla externa de un edificio de Ayacucho y Quintana, compramos unos víveres frugales y al rato estamos bajo un pino del Parque Thays, un pino que Ro vio crecer a lo largo de estos últimos veinte años hasta convertirse en un señor pino que viene a ser su oficina de lunes a viernes entre las 12 y las 15. “Mi trabajo es inestable, pero como esto no hay: ¿en qué trabajo con jefe y horario fijo tenés esta vista y esta libertad?”, dice cuando conecta el teléfono a un parlante y suena Bob Marley. Estiramos una lona y hacemos yoga rodeados de quichicientos perros. Al rato aparece mi tía Titi con mi primo Pepo, genios visitantes, y se integran como si nada a la rutina. Allá, a lo lejos, se apelmazan los autos en la avenida Libertador.





Poco antes de levantar campamento llegan otros visitantes: mi hermana, su novio y dos de sus tres hijas. A mi hermana la veo acercarse con ojos de bruja y, cuando está a dos pasos de Ro, se percata de que hace mil años él fue novio de una íntima amiga suya. Se abrazan. Se sacan una selfie. Cosas de la vida. Lindas cosas de la vida.

Vaciamos el balde. Acomodamos los petates y emprendemos la vuelta. Los seis perros que cuelgan de mi cintura –de memoria, eh: Manola, Bono, Aslan, Santillán, Mandy y Fiona– están más calmados que a la mañana, de modo que devolverlos a sus hogares es una tarea dócil comparada con buscarlos. El último es el caniche taciturno. Miro el mapa y me entero de que hoy caminamos, en total, doce kilómetros.