Estoy
fusilado. Física, emocional y mentalmente fusilado, pero feliz. Feliz y sorprendido
por lo que pasa cuando uno empuja el cuerpo a experimentar en los bordes de sí,
en sus márgenes y casi sin restricciones. Eso podría parecer exótico o despampanante
y, sin embargo, no lo es; por el contrario, se trata de algo tan sencillo y
cotidiano como ponerse literalmente en el lugar del otro –no de cualquier otro
ni de cualquier forma– y, con su venia, “ejercer” de ese otro sin dejar de ser
uno. Esto puede sonar muy complicado y no es la idea.
A Ro lo
conozco de yoga. Compartimos clases desde hace unos cuatro o cinco años. No sé
cuánto tardé en enterarme de que paseaba perros. Anduvo un tiempo desaparecido y
dos semanas atrás –un lunes, como siempre– nos volvimos a encontrar en las prácticas
de Julio, nuestro profesor. Al verlo se me ocurrió contarle mi proyecto para
ver si le interesaba participar. Su respuesta fue un entusiástico “sí” con sonrisa
Colgate.
Arrancamos
en la esquina de Santa Fe y Libertad para recoger a Bono, un golden retriever
fortísimo como un buey que es “segunda generación”. Eso quiere decir que Ro,
que se dedica a esto desde hace dos décadas y siempre por Recoleta (síganlo en
@dogsrecoleta), empezó paseando nada menos que a la madre. Bono se suma a Manola,
una labradora mestiza que unos colegas de Ro encontraron abandonada en la calle
y él adoptó. En pocos meses ella ya aprendió a moverse junto a su amo de acá
para allá en patineta.
Queda
claro desde el vamos que, aunque sea una perogrullada, para pasear perros primero
hay que adorarlos y tenerles la mar de paciencia. Aparentemente, dos condiciones
que escasean. ¿O acaso no vieron a paseadores sargentos, malhumorados y
desafiantes, acogotando a los pobres animales y golpeándolos con un diario
enrollado?
No sería
el caso de mi amigo, que sólo trabaja con pichichos “deseados” por sus dueños
y, por antonomasia, por él, de modo que ese doble amor engendra perros empáticos,
cariñosos y educados. Algo fundamental para moverse con inmensa responsabilidad
por las calles de la ciudad a los ojos de vecinos –¡otra vez!– caracúlicos y discriminadores
que le han llegado a gritar cualquier barbaridad a Ro.
Seguimos
de recorrida por un barrio que él conoce como la palma de su mano. Sabe qué veredas
son más tranquilas que otras, incluso cuáles tienen mejor energía dependiendo
de los porteros o de los tenderos; sabe qué atajo tomar si corta tal semáforo y
en qué librería mora un amenazante gato maullador; sabe cómo sortear a otros
paseadores para evitar encontronazos y todo lo hace con la misma sonrisa
Colgate con la que dijo “sí” el otro día.
Llevo a
Bono y a Manola de una soga atada a mi cintura –tarea compleja, al principio
soy un enredo de patas con correas con patas– cuando llegamos a Larrea y French
a buscar a Aslan, un caniche gris taciturno y armónico. Parece un viejo
navegante. Apenas baja levanta la pata en el primer árbol que ve. Ro sabía
perfecto que eso iba a pasar, cómo también sabía que Bono haría sus necesidades
no sobre una tapa de Edenor cualquiera sino sobre “ésa” tapa y no otra. “Los
perros”, dice, “son animales de costumbre”. Un poco como los humanos, convenimos
a dúo. Y me cuenta que su función es que sus paseados se ejerciten, hagan
trizas el sedentarismo y vuelvan cansados a sus casas. Ah, y que, como estamos
a jueves, la cosa pinta más tranquila que si fuera lunes, pero yo no me fío: me
entrevero con las patas y las correas y cada tanto un tironeo de Bono me transforma
en un hombre diagonal.
Vamos conversando
de todo muellemente. Hablamos de un decreto gubernamental aún vigente que
estableció en 2001 que los paseadores no podían pasear a más de ocho perros. Hablamos
del auge de este oficio; por caso, sus correas tiraban de ¡treinta! mamíferos,
pero la crisis –y las crisis– cambiaron el panorama, como prácticamente todo en
este país, y la necesidad hizo que ahora muchos se peleen por levantar la caca
de los perros. Hablamos de que el 80% de los porteños tiene canes y pela un tupido
llavero y entra en la casa de Santillán, un sin raza recogido en Uruguay y con
sus mañas. Faltan Mandy y Fiona, dos labradoras negras para completar el
sexteto y sentir que son ellos, enganchados a un mosquetón en mi cintura, los
que me llevan a mí.
Ro
llena un balde con agua en la canilla externa de un edificio de Ayacucho y
Quintana, compramos unos víveres frugales y al rato estamos bajo un pino del
Parque Thays, un pino que Ro vio crecer a lo largo de estos últimos veinte años
hasta convertirse en un señor pino que viene a ser su oficina de lunes a viernes
entre las 12 y las 15. “Mi trabajo es inestable, pero como esto no hay: ¿en qué
trabajo con jefe y horario fijo tenés esta vista y esta libertad?”, dice cuando
conecta el teléfono a un parlante y suena Bob Marley. Estiramos una lona y
hacemos yoga rodeados de quichicientos perros. Al rato aparece mi tía Titi con
mi primo Pepo, genios visitantes, y se integran como si nada a la rutina. Allá,
a lo lejos, se apelmazan los autos en la avenida Libertador.
Poco
antes de levantar campamento llegan otros visitantes: mi hermana, su novio y dos
de sus tres hijas. A mi hermana la veo acercarse con ojos de bruja y, cuando está
a dos pasos de Ro, se percata de que hace mil años él fue novio de una íntima
amiga suya. Se abrazan. Se sacan una selfie. Cosas de la vida. Lindas cosas de
la vida.
Vaciamos
el balde. Acomodamos los petates y emprendemos la vuelta. Los seis perros que cuelgan
de mi cintura –de memoria, eh: Manola, Bono, Aslan, Santillán, Mandy y Fiona– están
más calmados que a la mañana, de modo que devolverlos a sus hogares es una
tarea dócil comparada con buscarlos. El último es el caniche taciturno. Miro el
mapa y me entero de que hoy caminamos, en total, doce kilómetros.
Qué bueno que lo hayas podido llevar a cabo y muchas gracias por compartirlo!!
ResponderBorrarEstoy viendo tu permomance. Soy de Rosario . me moviliza mucho tu parte de humanidad..algo poco común en muchos artistas..
ResponderBorrarTraes en vivencia lo que se ve en los barrios.. Lo que se vive en cada parte del pais.
Gracias !!!