“El
hombre nunca es sincero cuando interpreta su propio personaje: dale una máscara
y te dirá la verdad”. La frase de Oscar Wilde no me viene como anillo al dedo.
No. Por eso quiero usarla de puntapié para contar la experiencia humana, tan
profundamente humana que viví hoy.
Dejo el
trabajo de espera y vuelvo al trabajo de ataque. Circulo entre los autos con
tres paquetes de Elite en la mano y digo “llegaron los pañuelitos, nunca están de
más”. Por suerte hay sol y no hace tanto frío. Me acerco a un parabrisas y adivino
la negación en el gesto seco de una cabeza. Digo “arrancó la temporada de mocos
y yo tengo la solución” y obtengo una sonrisa, pero ahora muchos dedos índices
flamean un “no” rotundo. Me propongo venderle a la conductora de una camioneta Hyundai
que tiene la ventana baja y la sube de inmediato. Digo “uno por veinte, seis
por cien” y el chófer de un taxi sin pasajeros me regala su gentil, calculada
indiferencia al igual que una joven ciclista parada en un semáforo.
“No les
des cabida”, me sugiere Cristian, “vos seguí en la tuya”. Junto a tres de sus
cuñados –Pablo, Claudio y Lucas– venden desde hace años en esta zona de
Almagro, aunque todas las mañanas toman el tren en Moreno, bajan en Caballito, toman
el subte hasta Pasco, compran la cantidad de paquetes que cada uno puede y llegan
a la transitada esquina de Mitre y Medrano en colectivo, con el desafío de
venderlos todos antes de las 2, cuando aterriza “la gorra”. Me piden que ponga
sus nombres tal cual son y que hable de eso, de la gorra, de cómo los echan
cada día cuando ellos trabajan dignamente sin “bardeá ni escabiá”.
Son
todos bien pillos y eso me gusta. Me gusta la gente espabilada. Pablo me cuenta
que empezó trabajando en la calle a los seis años junto a su padre y que a los
diez ya vendía solo. “Pañuelitos, acá”, dice. O sea que desde 2005 conoce
este punto de la ciudad mejor que nadie. Los cuatro llegaron a las 10:30, tal
como acordamos, improvisaron unos sándwiches y empezaron a meterle onda.
Cada
uno tiene su discurso y su carácter. Parece que no, pero, si hilo fino, pesco
que las técnicas varían muchísimo. Claudio, por ejemplo, es un gran vendedor
“de a pie”; eso quiere decir que camina por la vereda tratando de convencer a
los posibles clientes diciéndoles cosas como “soy padre de familia, doñita” o
“ayúdeme a llevar el pan a mi casa”. Dice que él trata de hablarles directo al
corazón. Al igual que su hermano Lucas, el “capo” según todos, tiene las cejas
depiladas y un corte de pelo a la manera de algunos futbolistas jóvenes. Y
hablando de corte, la expresión que más usan es “corte que”. Corte que esto, corte
que aquello.
Corte
que compran los paquetes a $ 32 en Balvanera y corte que tratan de sacarles el
máximo rédito posible. Se la pasan contando y acomodando la guita, estudiando
cuánto vendieron para terminar la faena cuanto antes. Trabajan con buen humor,
chispa y un inmenso conocimiento de las subrepticias leyes callejeras. Tienen
diez ojos y veinte manos. Cristian, por ejemplo, se mueve entre los autos y se
queda un buen rato parado frente a las ventanas esperando el sí los
conductores. Pablo –que al toque me dice “ñeri”, “ñeri” como aféresis de
“compañero”– es un vendedor anfibio que, en modo gacela, salta de esquina en
esquina y de auto en auto.
Es lindo
verlos moverse por separado y cada tanto juntarse, compartir un cigarrillo y volver
a empezar. Estoy en Mitre y oigo que desde Medrano me llega un chiflido y la
voz de Lucas que me dice en joda: “¿Y, flaco?”. Si bien no paro de buscarle
inflexiones a la voz y formas a mi arenga, sólo vendí un pañuelo a $ 20 y la jubilada
que me lo compró lo hizo por pura compasión sin evitar una frase política: “Antes,
con la yegua comíamos más; ahora, con este garca neoliberal nos morimos de
hambre”. Curioso, me lo dice justo al lado de una pintada en la que se lee “Macri
= Miseria”.
Para quienes,
como yo, nunca vendieron “por necesidad”, no se trata de algo sencillo. Hay que
ponerle mucha garra y mucha fe. Cambio el “chip” y me “adueño” de una de las
cuatro esquinas con la idea de vender un paquete entero de seis pañuelos a $
100. Media hora después, lo consigo gracias a un colombiano sonriente al que engaño
suplicándole que me ayude para poder irme temprano a mi casa. Pego un salto de
felicidad y cruzo la calle para darle el dinero a Pablo, ya que el paquete era
suyo.
La cosa
avanza a su ritmo y rápidamente se hace la una de la tarde. Me doy cuenta por
el hambre que tengo. Cristian me dice que ellos aguantan todo el día con el sándwich
de la mañana. Me rebelo y en una verdulería cercana compro mandarinas para
todos. Se arma entonces otro lindo momento de unión que dura poco porque Lucas
se acerca, alterado, a decirnos que en la esquina de Medrano y Díaz Vélez el “cobani”
de siempre le pidió de mal modo que se fueran, que no vendieran más.
En
conciliábulo ellos deciden, rodeándome, que lo mejor será, para evitarme un
problema, que nos despidamos. Corte que no quieren que les saquen el dinero
y la mercadería o que les planten un bagullo de marihuana. Corte que deberán entonces vender lo que les queda caminando,
a la caza, y no en este lugar donde se sienten cómodos y donde los vecinos o
los comerciantes ya los conocen. Me doy un sentido abrazo con cada uno de los
pibes, que me invitan a volver cuando quiera y me agradecen la compañía.
Los cuatro
se hacen literalmente humo y quedo a la deriva en Mitre y Medrano. Medio
perdido, empiezo a mirar boludeces en el celular. No deben haber pasado más de
diez minutos cuando Cristian, Pablo, Claudio y Lucas vuelven y me cuentan que
fueron a hablarle en son de paz al “cobani”. Le pidieron que los deje vender,
que ellos no le hacen mal a nadie y se “recatan”. La calle está plagada de
fuerzas en constante oposición. La vida, en rigor.
Retomamos
la faena un rato más. Vendo varios paquetitos individuales y a las tres y pico de
la tarde nos volvemos a despedir. Les doy $ 600 como ofrenda y el saludo es
otra vez hondo y enternecedor. Un día, pienso, y ya compartimos tanto. Estoy
llegando a Acuña de Figueroa cuando oigo que Lucas me grita: “¡Te quiero,
flaco!”.
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