viernes, 24 de mayo de 2019

DÍA 6: VIERNES 24 DE MAYO –– vendedor ambulante (Medrano y Bartolomé Mitre) de 8 a 16


“El hombre nunca es sincero cuando interpreta su propio personaje: dale una máscara y te dirá la verdad”. La frase de Oscar Wilde no me viene como anillo al dedo. No. Por eso quiero usarla de puntapié para contar la experiencia humana, tan profundamente humana que viví hoy.

Dejo el trabajo de espera y vuelvo al trabajo de ataque. Circulo entre los autos con tres paquetes de Elite en la mano y digo “llegaron los pañuelitos, nunca están de más”. Por suerte hay sol y no hace tanto frío. Me acerco a un parabrisas y adivino la negación en el gesto seco de una cabeza. Digo “arrancó la temporada de mocos y yo tengo la solución” y obtengo una sonrisa, pero ahora muchos dedos índices flamean un “no” rotundo. Me propongo venderle a la conductora de una camioneta Hyundai que tiene la ventana baja y la sube de inmediato. Digo “uno por veinte, seis por cien” y el chófer de un taxi sin pasajeros me regala su gentil, calculada indiferencia al igual que una joven ciclista parada en un semáforo.





“No les des cabida”, me sugiere Cristian, “vos seguí en la tuya”. Junto a tres de sus cuñados –Pablo, Claudio y Lucas– venden desde hace años en esta zona de Almagro, aunque todas las mañanas toman el tren en Moreno, bajan en Caballito, toman el subte hasta Pasco, compran la cantidad de paquetes que cada uno puede y llegan a la transitada esquina de Mitre y Medrano en colectivo, con el desafío de venderlos todos antes de las 2, cuando aterriza “la gorra”. Me piden que ponga sus nombres tal cual son y que hable de eso, de la gorra, de cómo los echan cada día cuando ellos trabajan dignamente sin “bardeá ni escabiá”.

Son todos bien pillos y eso me gusta. Me gusta la gente espabilada. Pablo me cuenta que empezó trabajando en la calle a los seis años junto a su padre y que a los diez ya vendía solo. “Pañuelitos, acá”, dice. O sea que desde 2005 conoce este punto de la ciudad mejor que nadie. Los cuatro llegaron a las 10:30, tal como acordamos, improvisaron unos sándwiches y empezaron a meterle onda.

Cada uno tiene su discurso y su carácter. Parece que no, pero, si hilo fino, pesco que las técnicas varían muchísimo. Claudio, por ejemplo, es un gran vendedor “de a pie”; eso quiere decir que camina por la vereda tratando de convencer a los posibles clientes diciéndoles cosas como “soy padre de familia, doñita” o “ayúdeme a llevar el pan a mi casa”. Dice que él trata de hablarles directo al corazón. Al igual que su hermano Lucas, el “capo” según todos, tiene las cejas depiladas y un corte de pelo a la manera de algunos futbolistas jóvenes. Y hablando de corte, la expresión que más usan es “corte que”. Corte que esto, corte que aquello.





Corte que compran los paquetes a $ 32 en Balvanera y corte que tratan de sacarles el máximo rédito posible. Se la pasan contando y acomodando la guita, estudiando cuánto vendieron para terminar la faena cuanto antes. Trabajan con buen humor, chispa y un inmenso conocimiento de las subrepticias leyes callejeras. Tienen diez ojos y veinte manos. Cristian, por ejemplo, se mueve entre los autos y se queda un buen rato parado frente a las ventanas esperando el sí los conductores. Pablo –que al toque me dice “ñeri”, “ñeri” como aféresis de “compañero”– es un vendedor anfibio que, en modo gacela, salta de esquina en esquina y de auto en auto.

Es lindo verlos moverse por separado y cada tanto juntarse, compartir un cigarrillo y volver a empezar. Estoy en Mitre y oigo que desde Medrano me llega un chiflido y la voz de Lucas que me dice en joda: “¿Y, flaco?”. Si bien no paro de buscarle inflexiones a la voz y formas a mi arenga, sólo vendí un pañuelo a $ 20 y la jubilada que me lo compró lo hizo por pura compasión sin evitar una frase política: “Antes, con la yegua comíamos más; ahora, con este garca neoliberal nos morimos de hambre”. Curioso, me lo dice justo al lado de una pintada en la que se lee “Macri = Miseria”.

Para quienes, como yo, nunca vendieron “por necesidad”, no se trata de algo sencillo. Hay que ponerle mucha garra y mucha fe. Cambio el “chip” y me “adueño” de una de las cuatro esquinas con la idea de vender un paquete entero de seis pañuelos a $ 100. Media hora después, lo consigo gracias a un colombiano sonriente al que engaño suplicándole que me ayude para poder irme temprano a mi casa. Pego un salto de felicidad y cruzo la calle para darle el dinero a Pablo, ya que el paquete era suyo.





La cosa avanza a su ritmo y rápidamente se hace la una de la tarde. Me doy cuenta por el hambre que tengo. Cristian me dice que ellos aguantan todo el día con el sándwich de la mañana. Me rebelo y en una verdulería cercana compro mandarinas para todos. Se arma entonces otro lindo momento de unión que dura poco porque Lucas se acerca, alterado, a decirnos que en la esquina de Medrano y Díaz Vélez el “cobani” de siempre le pidió de mal modo que se fueran, que no vendieran más.

En conciliábulo ellos deciden, rodeándome, que lo mejor será, para evitarme un problema, que nos despidamos. Corte que no quieren que les saquen el dinero y la mercadería o que les planten un bagullo de marihuana. Corte que deberán entonces vender lo que les queda caminando, a la caza, y no en este lugar donde se sienten cómodos y donde los vecinos o los comerciantes ya los conocen. Me doy un sentido abrazo con cada uno de los pibes, que me invitan a volver cuando quiera y me agradecen la compañía.

Los cuatro se hacen literalmente humo y quedo a la deriva en Mitre y Medrano. Medio perdido, empiezo a mirar boludeces en el celular. No deben haber pasado más de diez minutos cuando Cristian, Pablo, Claudio y Lucas vuelven y me cuentan que fueron a hablarle en son de paz al “cobani”. Le pidieron que los deje vender, que ellos no le hacen mal a nadie y se “recatan”. La calle está plagada de fuerzas en constante oposición. La vida, en rigor.

Retomamos la faena un rato más. Vendo varios paquetitos individuales y a las tres y pico de la tarde nos volvemos a despedir. Les doy $ 600 como ofrenda y el saludo es otra vez hondo y enternecedor. Un día, pienso, y ya compartimos tanto. Estoy llegando a Acuña de Figueroa cuando oigo que Lucas me grita: “¡Te quiero, flaco!”.



No hay comentarios.:

Publicar un comentario