Busco
por MercadoLibre quien pueda imprimir cien afiches. Encuentro promociones para
carteles políticos; incluso aprendo que hay algunos afiches que se llaman
columneros. Los precios de referencia son para grandes tiradas de impresión:
mil, diez mil, cien mil. Encuentro una pequeña imprenta de Boedo que imprime
cien afiches en formato A3 por $ 510. Compro.
Investigo
en Google cómo hacer el engrudo para pegar los carteles en distintas
superficies. Aparecen instrucciones en una página de Facebook creada por
militantes kirchneristas sanluiseños. Por suerte, las instrucciones prescinden
de la soda cáustica “para evitar”, aclaran, “quemaduras en las manos”. Por cada
litro de agua voy a necesitar cien gramos de harina, dos cucharadas de vinagre
y un puñado de sal gruesa.
Mezclo los
ingredientes “como si fuera un café batido” en un balde de ceresita vacío hasta
lograr una pasta uniforme que después vierto en una olla grande junto al agua
hirviendo. Espero a que salgan burbujas, retiro del fuego, revuelvo con un
pedazo de pallet y ya está todo listo. Sin embargo, no es tan fácil. Echo cada
ollada en el balde, pero me quedo sin lugar donde preparar la pasta. Mi cocina
se transforma en una especie de trinchera. La tarea me lleva unas tres horas y
aún no sé si el engrudo funcionará.
Llevo
los afiches de mi propia performance en una bolsa al hombro y el engrudo, en el
pesadísimo balde de ceresita. Agrego, además, un cepillo marca Ter Mar, modelo
Guada, que compré en un chino por $ 75 y cuyo eslogan me paraliza: “Al servicio
de la reina del hogar”. Las instrucciones que seguí terminan así: “¡Fuerza y
ánimos; al capitalismo que contrata empresas de marketing y campaña, nosotros
les oponemos nuestro corazón militante!”. Un plato de fideos y allá voy, vestido
con ropa vieja y cómoda, a militar en mi propia creación.
Son las
diez de la noche en punto. La ciudad parece quieta y vacía como un escenario al
que no llegaron los actores. A pocos metros de Córdoba y Bonpland pego el primer
afiche con bastante torpeza. Ya habrá tiempo de mejorar. Imito a un joven al
que una vez vi hacer este trabajo. Llevaba una especie de pollera de plástico
para no mancharse y un rodillo enganchado al cinturón del que colgaban los carteles.
No es mi caso. El joven embadurnaba la pared con engrudo, estiraba el afiche de
papel y lo alisaba con el cepillo. Entonces: hundo el cepillo en el tarro, froto
la superficie –el cartel de la película Aladdín
recién pegado en la fachada de una obra en construcción–, estiro el papel y
lo aliso con intensidad mirando a ambos costados, por las dudas.
Camino
sin apuro, buscando una pared posible, un auto abandonado, un tacho de basura,
una tapa de electricidad. Si voy a hacer esto, pienso, lo voy a hacer sin
pruritos. De modo que pego carteles en casi cualquier lado, menos en árboles y
en casas que están o parecen habitadas. Los terrenos baldíos con carteles
publicitarios se convierten rápidamente en mi debilidad. Hay vecinos que salen
a pasear a sus perros y al verme no se mosquean. Cuando estoy por cruzar Juan B.
Justo se une al recorrido mi amigo Mariano; al rato se suma también una pareja
de amigos con su salchicha Pierre. Sugieren algunas paredes y me animan a pegar
un afiche en un lugar que había pasado por alto: la caja de un camioneta grafiteada.
Por
suerte no hace frío. Lo que más me incomoda es cargar el balde, que debe pesar
sus buenos diez o doce kilos. Lo cambio de mano para equilibrar el esfuerzo. La
noche va a ser larga. A medida que voy pegando más y más afiches, los dedos de
la mano derecha, con los que maniobro el cepillo, se van fosilizando por el
engrudo, y sin embargo llevo a cabo la tarea en segundos. Mis dedos están prácticamente
crujientes, doblados como si tuviera artrosis, y empiezan a dolerme los
nudillos, que raspan contra la manija del cepillo (ahora mismo, que escribo
esta bitácora, me tiemblan un poco las manos). Pasa un auto de la policía –adivino
su llegada por las luces de la sirena paranoica– y me hago el distraído.
Aunque, si es por las cámaras de la ciudad, estoy escrachado desde que
empecé.
Sucede
algo curioso: quedo media hora pegando carteles en solitario. Pegando
carteles es cuando más se ven carteles. Me gusta uno que dice, cerca del
Mercado de Pulgas: “no hay humanos ilegales”; y otro, frente a la Plaza Mafalda,
que dice: “las paredes no se callan lo que vos sí”. Ahí pego un afiche en una
garita de seguridad y detrás de un cartel que anuncia “calle cerrada”. A esta
hora, la luz de la ciudad es pálida. Aparece un espectador desconocido con el
celular en la mano. Estaba siguiendo mi ubicación en la app Wikiloc hasta que
finalmente dio conmigo. Caminamos en silencio. Me gusta sentirme
acompañado. Le estampo un afiche a la cara de Lionel Messi, que aparece
triunfante en otro afiche, y el espectador suelta una carcajada.
¿Adónde
estarán los pegadores clandestinos de afiches? Los pegadores “legales” de
afiches deben andar cerca porque sigo viendo carteles de Aladdín tibios, con la cola chorreante. Me hago otras preguntas
mientras avanzo, mudo: ¿esto que hago es actuar?, ¿qué es exactamente actuar?, ¿está
mal que haga esta faena por unas horas y vuelva a mi cama caliente? Poner el
cuerpo. Compartir. Encarnar. Experimentar. “Dejar la pose”, leo en un stencil. En
este caso puntual, no tengo idea de cuánto cobra un pegador clandestino de
afiches ni cuántas horas trabaja, pero sé que se trata de una tarea ilegal y de
que quien la hace se juega la piel para ganarse el mango.
Son las
dos de la mañana cuando me quedo sin afiches. En la esquina de Olleros y Martínez
freno a descansar –según Wikiloc caminé diez kilómetros– y a tomar agua. Pasa otro auto de sirenas paranoicas y el
policía que lo maneja quiere saber qué hago acá parado, qué hay en el balde. “Engrudo”,
le digo, y por suerte sigue de largo.
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