domingo, 19 de mayo de 2019

DÍA 1: DOMINGO 19 DE MAYO –– pegador clandestino de afiches (Villa Crespo y Colegiales) de 22 a 3 horas


Busco por MercadoLibre quien pueda imprimir cien afiches. Encuentro promociones para carteles políticos; incluso aprendo que hay algunos afiches que se llaman columneros. Los precios de referencia son para grandes tiradas de impresión: mil, diez mil, cien mil. Encuentro una pequeña imprenta de Boedo que imprime cien afiches en formato A3 por $ 510. Compro.

Investigo en Google cómo hacer el engrudo para pegar los carteles en distintas superficies. Aparecen instrucciones en una página de Facebook creada por militantes kirchneristas sanluiseños. Por suerte, las instrucciones prescinden de la soda cáustica “para evitar”, aclaran, “quemaduras en las manos”. Por cada litro de agua voy a necesitar cien gramos de harina, dos cucharadas de vinagre y un puñado de sal gruesa.



Mezclo los ingredientes “como si fuera un café batido” en un balde de ceresita vacío hasta lograr una pasta uniforme que después vierto en una olla grande junto al agua hirviendo. Espero a que salgan burbujas, retiro del fuego, revuelvo con un pedazo de pallet y ya está todo listo. Sin embargo, no es tan fácil. Echo cada ollada en el balde, pero me quedo sin lugar donde preparar la pasta. Mi cocina se transforma en una especie de trinchera. La tarea me lleva unas tres horas y aún no sé si el engrudo funcionará.

Llevo los afiches de mi propia performance en una bolsa al hombro y el engrudo, en el pesadísimo balde de ceresita. Agrego, además, un cepillo marca Ter Mar, modelo Guada, que compré en un chino por $ 75 y cuyo eslogan me paraliza: “Al servicio de la reina del hogar”. Las instrucciones que seguí terminan así: “¡Fuerza y ánimos; al capitalismo que contrata empresas de marketing y campaña, nosotros les oponemos nuestro corazón militante!”. Un plato de fideos y allá voy, vestido con ropa vieja y cómoda, a militar en mi propia creación.





Son las diez de la noche en punto. La ciudad parece quieta y vacía como un escenario al que no llegaron los actores. A pocos metros de Córdoba y Bonpland pego el primer afiche con bastante torpeza. Ya habrá tiempo de mejorar. Imito a un joven al que una vez vi hacer este trabajo. Llevaba una especie de pollera de plástico para no mancharse y un rodillo enganchado al cinturón del que colgaban los carteles. No es mi caso. El joven embadurnaba la pared con engrudo, estiraba el afiche de papel y lo alisaba con el cepillo. Entonces: hundo el cepillo en el tarro, froto la superficie –el cartel de la película Aladdín recién pegado en la fachada de una obra en construcción–, estiro el papel y lo aliso con intensidad mirando a ambos costados, por las dudas.

Camino sin apuro, buscando una pared posible, un auto abandonado, un tacho de basura, una tapa de electricidad. Si voy a hacer esto, pienso, lo voy a hacer sin pruritos. De modo que pego carteles en casi cualquier lado, menos en árboles y en casas que están o parecen habitadas. Los terrenos baldíos con carteles publicitarios se convierten rápidamente en mi debilidad. Hay vecinos que salen a pasear a sus perros y al verme no se mosquean. Cuando estoy por cruzar Juan B. Justo se une al recorrido mi amigo Mariano; al rato se suma también una pareja de amigos con su salchicha Pierre. Sugieren algunas paredes y me animan a pegar un afiche en un lugar que había pasado por alto: la caja de un camioneta grafiteada.





Por suerte no hace frío. Lo que más me incomoda es cargar el balde, que debe pesar sus buenos diez o doce kilos. Lo cambio de mano para equilibrar el esfuerzo. La noche va a ser larga. A medida que voy pegando más y más afiches, los dedos de la mano derecha, con los que maniobro el cepillo, se van fosilizando por el engrudo, y sin embargo llevo a cabo la tarea en segundos. Mis dedos están prácticamente crujientes, doblados como si tuviera artrosis, y empiezan a dolerme los nudillos, que raspan contra la manija del cepillo (ahora mismo, que escribo esta bitácora, me tiemblan un poco las manos). Pasa un auto de la policía –adivino su llegada por las luces de la sirena paranoica– y me hago el distraído. Aunque, si es por las cámaras de la ciudad, estoy escrachado desde que empecé.

Sucede algo curioso: quedo media hora pegando carteles en solitario. Pegando carteles es cuando más se ven carteles. Me gusta uno que dice, cerca del Mercado de Pulgas: “no hay humanos ilegales”; y otro, frente a la Plaza Mafalda, que dice: “las paredes no se callan lo que vos sí”. Ahí pego un afiche en una garita de seguridad y detrás de un cartel que anuncia “calle cerrada”. A esta hora, la luz de la ciudad es pálida. Aparece un espectador desconocido con el celular en la mano. Estaba siguiendo mi ubicación en la app Wikiloc hasta que finalmente dio conmigo. Caminamos en silencio. Me gusta sentirme acompañado. Le estampo un afiche a la cara de Lionel Messi, que aparece triunfante en otro afiche, y el espectador suelta una carcajada.





¿Adónde estarán los pegadores clandestinos de afiches? Los pegadores “legales” de afiches deben andar cerca porque sigo viendo carteles de Aladdín tibios, con la cola chorreante. Me hago otras preguntas mientras avanzo, mudo: ¿esto que hago es actuar?, ¿qué es exactamente actuar?, ¿está mal que haga esta faena por unas horas y vuelva a mi cama caliente? Poner el cuerpo. Compartir. Encarnar. Experimentar. “Dejar la pose”, leo en un stencil. En este caso puntual, no tengo idea de cuánto cobra un pegador clandestino de afiches ni cuántas horas trabaja, pero sé que se trata de una tarea ilegal y de que quien la hace se juega la piel para ganarse el mango. 

Son las dos de la mañana cuando me quedo sin afiches. En la esquina de Olleros y Martínez freno a descansar –según Wikiloc caminé diez kilómetros– y a tomar agua. Pasa otro auto de sirenas paranoicas y el policía que lo maneja quiere saber qué hago acá parado, qué hay en el balde. “Engrudo”, le digo, y por suerte sigue de largo. 



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