Me
despierto a las siete y media, todavía con engrudo en las manos y los brazos
temblorosos. Dormí cuatro horas, pero salto de la cama con entusiasmo. El
trabajo informal que realizaré hoy es un clásico de Buenos Aires, sobre todo a
partir de 2001.
Retrocedo
unos días. La cosa arranca así: caminando sin plan por Florida abordo al primer
arbolito que veo. Se llama Gonzalo y debe tener mi edad. Le cuento la idea de hacer
su trabajo durante un día para una acción artística y me lleva directo con Franco,
su “patrón”, que me recibe en un local de una galería cercana.
Franco
y su secretaria, la venezolana Yolibet, también fueron arbolitos. “Todos
empezamos así”, aclaran a dúo en una sonrisa en el pequeño local. Hastiado del
trabajo en dependencia, él maneja su propio negocio desde hace varios años y ella
es su encargada. Antes de volverme a ver a Franco –hoy, dentro de un rato–, lo
primero que me dice es que no podré trabajar con Gonzalo porque los clientes suelen
asustarse o sospechar. “Se labura en solitario porque esto es plata, ¿viste?,
pero no constituye un delito: nadie te puede detener por decir ‘cambio’ en la
calle”.
Ya que
los arbolitos no usan una vestimenta que los distinga, elijo al voleo –no se
trata de un disfraz sino más bien de una caracterización– botas, pantalón, polera,
saco y piloto. Hará frío y se anuncian lluvias. Son las nueve y media de la
mañana y el Microcentro es un enjambre de piernas apuradas, trotecitos tardíos,
caras soñolientas y paraguas cerrados. Tal como acordamos, a las diez me
encuentro con Franco y le cuento algo que acabo de aprender: la palabra
“trabajo” viene del latín “tripalium”, una herramienta con tres palos que se
usaba como yugo y, además, como instrumento de tortura para castigar a esclavos
y a reos.
Necesito
aclarar en un excursus que los nombres de las personas de este relato son
inventados porque de otro modo estarían corriendo un riesgo grave (yo también,
de hecho). Detrás de un arbolito subyace un bosque inimaginablemente enorme de
actores principales y secundarios que andan por el lado oscuro de la vida. Gente,
por decirlo mal y pronto, pesada, muy pesada.
Franco me
planta en una zona de cinco metros entre dos canteros y no muy lejos de otro arbolito
a mi izquierda, una mujer que también trabaja para él. “Esta es tu oficina”,
dice en broma, y me entrega un papelito manuscrito por su encargada en el que
se consignan los números del día. Precios del dólar, del euro y del real para
billetes grandes y para billetes chicos. “El mercado nunca está quieto, sube y
baja; si te compran subís y si te venden bajás”. En criollo: hay un número
“techo” que equivale a lo que el mayorista le paga a Franco y un precio “piso”,
que se ubica unos cincuenta centavos encima de lo que ofrecen un banco o una
casa de cambio. En esa franja navego yo y la ganancia se divide mitad y mitad. La
competencia es feroz, de modo que deberé usar mi talento para convencer a los
posibles clientes no sólo con el precio.
Aparece
Gonzalo por mi flanco derecho y me dice que, vestido así, parezco el Inspector
Gadget. Lo dice con humor cándido, casi adolescente. Nos reímos. Me cuenta que
en este trabajo la plata es menos importante que la confianza y me pregunta a
bocajarro si analicé la cuadra y a qué arbolito de los que cantan “cambio,
cambio, cambio” elegiría para una operación. Se lo marco. Es un señor de mocasines
blancos. Franco agrega: “lo elegiste por una cuestión intuitiva, de feeling”. Inversamente, me cuenta que
uno, con el tiempo, se da cuenta de quién va a cambiar por la postura corporal,
pero que no me deje llevar por el prejuicio porque, a veces, el más
desarreglado de todos te salva el día.
Me
explican que hay dos fórmulas para conseguir clientes: gritar “cambio”, “euros,
dólares, reales” o lo que se me ocurra todo el tiempo, sin parar como un loro,
o bien optar por un misterioso juego de miradas. Empiezo con los gritos, proyectando
la voz sin timidez. Cada tanto Gonza asoma desde atrás de un árbol –bueno, un
arbusto– y me regala un gesto contagioso de fuerza apretando el puño derecho.
Al rato, en un momento de hesitación, me acerco a preguntarle algo y me cuenta
que tiene 37 años, que enviudó dos veces, que vive con sus cuatro hijos en una
pensión, que gana entre doce y quince lucas por mes, que no le alcanza, que no encuentra
otros horizontes laborales, que con fe “todo se logra” y que hay que estar. “Acá
hay que estar, no queda otra”, enfatiza. Y qué difícil es estar acá, pienso yo,
en uno de los trabajos más duros que hice jamás: parado durante ocho horas a la
caza de un mango. Si Gonzalo consigue a alguien que venda mil dólares, él se
queda con apenas unos $ 350 de comisión.
Vuelvo
a mi puesto y me hago “visible”, como me sugirió Franco. Muy orondo digo “troco,
exchange, cambio” cuando me sorprende por la espalda un barrendero que me pide
la cotización del real. “Pago diez y medio”, le contesto con un aplomo que no sé
de dónde sale. Acepta cambiar cien, así que encaramos sin ambages hacia el
local, donde se realiza la operación que Jolibet registra con birome en un
cuaderno. Son las doce del mediodía y acabo de perder mi virginidad arbolística.
La
experiencia crece rápido porque después aparecen, siempre por detrás, como si hubieran
estado espiándome, un brasileño de Recife (cien reales), una elegantísima mujer
cordobesa de pelo corto y canoso que se parece a mi madre (doscientos dólares),
un brasileño de Minas (doscientos reales), un viejo pelado con bigotes teñidos
(seiscientos dólares, pero la operación se cae) y, por último, después de que
almuerce tres empanadas desabridas por la módica suma de sesenta pesos en un santiamén,
Keith, un italiano exuberante que cambia cien euros y me invita a tomar un café,
que acepto, cómo no. Me cuenta que es azafato, que nació en Cambridge, que está
enamorado de Buenos Aires y no da crédito que sea arbolito. En algún punto, yo
sí me lo creo; tanto, que sostengo el engaño hasta el final.
Ya son
las cuatro y pico de la tarde cuando se me estampilla un policía. Dejo de
cantar mi canto a la espera de que desaparezca. Y nada. No me animo a proseguir
con mis gritos, que a estas alturas representan una especie de mantra. Percibo el
cansancio en las piernas, la cadera y las cuerdas vocales. A lo lejos, Gonzalo
se percata de mis molestias físicas y se acerca a decirme que a él le pasa lo
mismo: que no hay día en que no llegue con dolores en todo el cuerpo a la pensión,
donde lo esperan sus hijos. Elongo contra una pared y me incorporo rápidamente.
Pasa un conocido y al verme gritando “cambio dólares euros reales”, todo junto
como en un contestador automático, me mira con una fascinante cara de pasmo y,
en vez de saludarme, no tiene mejor idea que seguir de largo.
El
policía no piensa irse, así que decido ir al local a preguntarle a Franco cómo
actuar en estos casos. Me recomienda que me siente y descanse unos minutos, que
no hay drama. Hablamos del trabajo en la calle, de la mala educación de algunas
personas –sobre todo, argentinos–, del modo en que la mayoría de los peatones
se fijan más en una vidriera que en un arbolito (“ni te registran, ¿te diste
cuenta?”), de la tácita organización de la calle Florida en términos de laburos
variopintos, de las técnicas para seducir y cuidar a los turistas. Por mi
parte, yo le cuento del poder taumatúrgico de ponerse en los zapatos del prójimo,
de pasar al otro lado del mostrador para contar la experiencia.
Son
casi las cinco de la tarde, está por largarse a llover y le comunico a Franco
que hasta acá llegué. Le agradezco profundamente su colaboración y su empeño en
enseñarme los dimes y diretes de esta tarea, y él le pide a Jolibet que me entregue
mi comisión: $ 260.
Agotado,
pero orgulloso, salgo a la calle a buscar a Gonzalo. Lo encuentro bajo un techo
y le regalo el dinero. No entiende. Insisto. Le agradezco el tesón con el que
encara la vida, la garra que le pone a lo que hace y el haberme abierto las
puertas de su trabajo aunque sea por un día. Nos damos un abrazo intenso y largo.
Me emociono y siento, al llegar a la avenida Corrientes, que a pesar de la
oscuridad y de la ilegalidad, que todavía hay mucha belleza en este mundo.
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