El rey
sin corona de la esquina de Chacabuco y Diagonal Sur es Luis, un zapatero y
lustrabotas peruano de 54 años que trabaja acá desde hace veinte. Oriundo de
Trujillo, empezó como vendedor ambulante, fue perseguido por un gobierno
porteño que le confiscaba la mercadería y un buen día, allá por 1999, cambió de
rubro. Algo, según él, más seguro, en un lugar donde hoy conoce a todo el mundo
y nadie lo persigue, sea invierno o verano. En mi caso, lo conocí una tarde, le
conté la idea y aceptó sin vueltas. Recuerdo que me dijo: “Traé un banquito y
cuando venga un cliente, los zapatos se los lustrás vos”. Así de fácil.
Me
desperté molido, pero feliz. Haber estado ayer ocho horas de pie no fue en
vano. La ropa: elijo lo primero que veo, algo cómodo que combata el frío y no
me moleste manchar o ensuciar. En el subte me percato de que olvidé el
banquito, así que apenas bajo me las rebusco para encontrar un remplazo. Ni
lerdo ni perezoso, doy con el encargado de un estacionamiento que me presta un
balde de pintura vacío.
Al
llegar a la esquina consabida me instalo sin miramientos junto a Luis, alias
“Lucho”, casado y padre de cuatro hijos. Me pregunta de nuevo cómo me llamo y
qué tengo entre manos. Parece desconfiado, pero de a poco se va soltando. Hace
frío, el viento es tenaz, hay amenazas de lluvia y, si se larga, poco harán las
ramas de la tipa que tenemos de sombrero.
Pasan hordas
de manifestantes camino a Plaza de Mayo, los motoqueros no ahorran en bocinazos
y a nuestras espaldas, en el edificio del Ministerio del Interior, hay una inmensa
obra que tiene a la esquina amordazada. “¡Amigazo!”, saluda Luis, cada tanto, a
algún obrero.
Desde
acá abajo, al ras del suelo, la vista panorámica de las seis esquinas es particular.
Lo que más se ven son piernas, ruedas y zapatos. O zapatillas, en rigor, lo que
disminuye la labor del lustrabotas (un oficio que han hecho, entre otros, James
Brown, Lula y José Asunción Flores). Por eso Luis no sólo lustra sino que
arregla carteras o mochilas, vende cordones y cualquier tipo de calzado
recauchutado y es, además, una suerte de Google Maps humano a la hora de orientar
a despistados con paradas de colectivos, kioscos o cruces de calles. Se las
rebusca, digamos, como cualquier trabajador de calle. En esa línea me regala un
axioma que también oí ayer: “hay que estar”.
Al
revés del arbolito, que va al ataque, éste es un trabajo de esperar. Esperar y
confiar. Hay días buenos y hay días malos. Los buenos pueden dejar entre $
1.500 y $ 2.000 brutos; los malos no pasan de $ 600 o $ 700. De nuevo: hay que
estar. Es la única forma de conseguir clientela fiel y estable. Hablando de
clientela, aparecen dos mujeres que vienen a buscar una cartera reparada y, al
ratito, un rasta deja un par de zapatillas en estado catastrófico y se lleva
unos cordones –el eslogan: “el cordón que más camina”– por $ 40.
Luis
arregla parsimoniosamente una mochila destrozada: la cose, le busca la vuelta, la
pega; ahora rastrea un cierre en su caótica caja de herramientas. Dice que éstas
son las tareas que hace cuando no lustra botas o zapatos, un laburo que
prácticamente no ejerce en días grises. “Es como con el auto”, dice, “la gente
lo lava cuando hay sol”.
Esperamos
en silencio. Miro sus manos, manchadas de marrón y negro. Miro el trono en el
que se sientan los clientes: se trata de una vieja silla de oficina sin patas,
montada sobre una zorra; debajo hay una caja de cartón repleta de potes de
pomada, trapos, esponjas y aerosoles. Miro cómo se mueve en su espacio, cómo lo
domina.
Cada tanto
“chau reina, adiós Luis”, pero somos, un poco como ayer, una postal olvidada. Circulan
muchísimas personas, aunque muy pocas nos miran y casi ninguna nos dirige la
palabra. La calle no es joda. El frío resulta húmedo y la infraestructura, paupérrima.
Quiero saber adónde Luis va al baño, por ejemplo, y me señala muy orondo el
Café Martínez que tenemos enfrente. Quiero saber qué almuerza y me cuenta que
su madre es cocinera y a las dos le traerá su comida y su jugo, por los que le
paga $ 150.
Hablando
de almuerzo, tengo hambre, así que pego una vuelta por el barrio, estiro las
piernas y caigo en una casa de comidas al peso sobre la avenida Belgrano. Por $
118 obtengo una razonable variedad de alimentos tibios que degluto sentado en
el tacho de pintura, justo cuando se aposta en el trono un señor con facha de
diputado. Es un habitué. Viene a lustrarse los zapatos y no piensa dejar de hablar
por teléfono. La imagen me llama la atención (“la mirada, si insiste, es
virtualmente loco”, escribió Barthes): el tipo elegante despatarrado ahí arriba,
el laburante concentrado abajo. Aprovecho, entonces, para estudiar cada
movimiento del maestro, que me relata los pasos en orden: arremango las
botamangas, cepillo para limpiar, presiono, pincel con crema, presiono, cepillo
para esparcir, trapo firme de lado a lado y esponja mágica.
El día
va repuntando. Aparece un viejo y pregunta: “¿No trajiste plantilla de toalla 42,
no?”. Luis dice que no, que lo hará mañana, y por lo bajo, a mí: “¿Ves? Si sólo
lustro, me cago de hambre”. Le pregunto si no le gustaría tener un local propio
y me contesta que sí, que con “una platita de la suerte claro que sí”.
Aparece
una flaca remilgada con cara de preocupación que suelta de modo imperativo: “Necesito
que estas botas vuelvan a ser amarillas”. Luis lo intenta de diversas maneras,
pero sin lograrlo del todo. Frustrada, ella confirma lo que vemos impreso en sus
gestos: “Listo, no las voy a poder usar nunca más, ¡y con lo que me costaron!...
Las otras chicas del evento se van a dar cuenta de que están veteadas”. La
gente está chiflada, pienso. Ella se queja por unas botas de mierda y nosotros laburando
a la intemperie por dos con cincuenta. Ella, por lo tanto, es peor que quienes
nos ignoran deliberadamente porque nos ignora concienzudamente.
Dejo
las inquisiciones de lado y en un extraordinario efecto cascada llegan: 1) la sonriente
madre de Luis con el almuerzo (una sopa en un tupper); 2) un conocido mío al
que Luis me deja que le lustre los mocasines con hebilla (bastante bien, gracias
a las correcciones del maestro); 3) una amiga mía con su novio, y a ambos les
lustro las botas con ayuda de Luis (sobre todo a la hora de frotar el trapo:
todo un arte); 4) dos tías paternas mías, una con dos pares de zapatos para
lustrar y la otra, con unas chatas a las que hay que cambiarles el taco.
A todo
esto, nadie me saluda como si conociera y Luis piensa en los efectos de la
buena suerte. Yo vuelvo a emocionarme y siento que hoy este es, junto con un
café del bar de enfrente, mi regalo para Luis, mi contribución a su tesón y su disciplina:
los $ 1000 que gana gracias a “mi” público. Público al que él le explica que
soy artista y que así como en este momento lustro botas, ayer fui arbolito y mañana
seré cartonero.
Son
casi las cinco cuando ante mi estupor Luis empieza a guardar todo el zafarrancho
de cosas que tiene como si fuera un rompecabezas. Se mueve con la seguridad de
quien hace las mismas cosas miles de veces. Amontona todo sobre el trono, pliega,
dobla, esconde y, cuando termina de optimizar cada rincón de su torre, cincha y
vuelve a cinchar con múltiples sogas la peculiar instalación. La echa hacia atrás,
contra su pecho, y la pone a andar sobre las ruedas de la zorra hasta un
estacionamiento cercano, donde queda al resguardo hasta mañana gracias a la
bondad del dueño, que tiene, por supuesto, piedra libre para lustrarse los tamangos
las veces que quiera.
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