miércoles, 22 de mayo de 2019

DÍA 4: MIÉRCOLES 22 DE MAYO –– reciclador urbano (Villa del Parque) de 8 a 14



Hoy me senté a escribir y no sabía por dónde empezar. O sí, sabía, pero en un punto la zozobra tenía que ver –tiene– con la posibilidad de narrar los hechos cronológicos y atado a esa forma, tal como lo vengo haciendo, o calar más hondo, quemar tejidos y “desordenarme”.


Podría decir que conocí a Daniel en la avenida Corrientes un martes, día en que Adelma, su pareja, trabaja limpiando el consultorio de una doctora, y que él la suele esperar sentado en una parada de colectivo junto al carro de dos ruedas que comparten.


“Es un trabajo bruto”, dice ella sonriendo, los ojos pintados, el pelo corto teñido de bordó, el caminar eléctrico, 60 años, zapatillas. Nos encontramos en la estación de Villa del Parque a las ocho, donde llegaron en tren desde José C. Paz. “Ando re cagado de las patas”, dice él serio, el pelo atado con gomita, gorra, campera de River, el caminar fatigoso, 40 años, zapatillas. Resulta que alguien del barrio los llamó para que vaciaran una biblioteca de libros de derecho y medicina y Dani quedó fundido.






Caminamos hacia el predio que les cedió el ferrocarril cuando desapareció el Tren Blanco de la línea San Martín, la última que lo mantuvo vigente, y ellos se organizaron junto a otros 120 recicladores –esa es la palabra correcta, no “cartoneros”– para defender sus derechos y lograr que una lengua de tierra cerca de las vías se convirtiera en fuente de trabajo y frenesí. Todo a pulmón tienen oficina, parrilla, cocina, comedor, garita de seguridad, lockers, muchas plantas, cámaras, espacio para guardar los carros y hasta una escuelita en la que les enseñan a leer y a escribir a los que no saben.


Podría decir que Daniel empujaba el carro vacío y delante íbamos Adelma y yo blandiendo un gancho de cortina con la punta en ele. Ella me contaba que gana $ 13.600 de sueldo y que eso la obliga a reciclar basura cuatro horas al día como mínimo, de lunes a viernes. Y que Daniel está “en lista de espera” para acceder a ese privilegio. Y que muchos familiares suyos trabajan en esto.


Adelma me contaba también que, al margen de los metales, lo que mejor se paga es el papel blanco y que en segundo lugar vienen el plástico soplado, el cartón, los diarios y las revistas. Que los jueves pasan los camiones a comprar lo recogido y que ganan unos $ 800 o $ 900 encima de seiscientos kilos de recolección. Que cada bolsón lleno pesa unos noventa o cien. Que tiene diez hijos, cincuenta nietos, doce bisnietos. Que su retoño mayor es más grande que Daniel, que no tiene hijos (“él es solo, ¿viste?”). Que su madre ya es tatarabuela y cumplió 78. Que tuvo un comedor y le daba de comer a cien criaturas. Que en cada encuentro familiar pone a hervir planchas y planchas de ravioles.







Que no agarre eso, que no sirve, me dice cuando abrimos un contenedor negro cuya tapa sostenemos en alto con la mitad de un palo de escoba, y que agarre aquel envase de lavandina y aquellas revistas con el gancho, me dice cuando hundimos la cabeza en un contenedor verde. Que hoy hacemos el recorrido corto, me explica mientras desplegamos los cartones en la calle Santo Tomé y Dani avanza rápido con el carro, dividido en dos compartimentos, atrás los cartones, adelante el resto.


Escribo esto y me largo a llorar. Estoy emocionado como con Gonzalo, el arbolito. Me conmueve conocer a estas personas de tan buena madera expulsadas del sistema, pero todavía tan adentro, tan dependientes de él. Trabajadores que dejan el alma en la calle con tal de darles de comer a sus hijos y con los que sintonizo enseguida. Y cómo no, si somos lo mismo, si tenemos la misma sangre.


Podría decir: vieran la bondad y la picardía en la mirada de Adelma, la forma en que cuida a su compañero, lo contenta que se pone cuando encuentra un autito rosa envuelto en yerba y yogur y le dice a Dani (“pá”, lo apoda cariñosamente) que lo va a guardar para regalárselo a uno de sus nietos, la fuerza de su cuerpo.





De pronto me quedo atrapado en las fauces de un contenedor, con las patas en el aire como una nadadora de sincronizado, y al salir los veo caminar unos cincuenta metros delante de mí, enchufados, tirando para no aflojar. ¿Cómo escribir esto sin caer en golpes bajos?, me pregunto. Y al mismo tiempo me da igual: que salga como salga.


Hoy fui reciclador urbano. Metí las manos en la masa. Me topé con la indiferencia de la gente. Con la impaciencia de los colectiveros. Con la apatía de los supermercadistas chinos. Con el desgano de los porteros. Con la discriminación de los peatones. No digo que todas las personas sean así, pero por desgracia la gran mayoría lo es y tiene miedo, mucho miedo. “Cada dos por tres nos dicen ‘córranse, mugrientos’ o ‘apúrense, negros de mierda’”, cuenta Adelma sin mosquearse.


Esto lo sentí el otro día laburando en la calle Florida y lo volví a sentir hoy: me han llegado a mirar con ojos de búho, patitiesos, como diciendo “¿qué hace este muchacho de piel blanca y ojos claros gritando ‘cambio, cambio’?”, “¿qué hace este pelirrojo husmeando en la basura?”. No vi esas miradas cayendo sobre mí de reojo: las sentí, que es otra historia. Las sentí siendo arbolito, las sentí siendo reciclador. Por eso quiero que, del modo que sea, este texto sirva, que mi lenguaje y mis palabras se transformen en acción.

En plena caminata, justo cuando me tocó empujar el pesadísimo y por momentos inmaniobrable carro que me dejó doliendo los hombros y los brazos, una chica que no conozco me escribió este mensaje por Instagram: “Vengo siguiendo tus actos psicomágicos al entrar en arquetipos tan marcados. Siento tu liberación, tu curso intensivo de realidad y dharma. Seguí compartiendo así sanamos con vos”.

Podría decir muchas cosas más, pero me quedo acá, el corazón en la mano.




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