Hoy me
senté a escribir y no sabía por dónde empezar. O sí, sabía, pero en un punto la
zozobra tenía que ver –tiene– con la posibilidad de narrar los hechos cronológicos y atado a esa forma, tal como lo vengo haciendo, o calar más
hondo, quemar tejidos y “desordenarme”.
Podría
decir que conocí a Daniel en la avenida Corrientes un martes, día en que Adelma,
su pareja, trabaja limpiando el consultorio de una doctora, y que él la suele esperar
sentado en una parada de colectivo junto al carro de dos ruedas que comparten.
“Es un
trabajo bruto”, dice ella sonriendo, los ojos pintados, el pelo corto teñido de
bordó, el caminar eléctrico, 60 años, zapatillas. Nos encontramos en la
estación de Villa del Parque a las ocho, donde llegaron en tren desde José C. Paz.
“Ando re cagado de las patas”, dice él serio, el pelo atado con gomita, gorra,
campera de River, el caminar fatigoso, 40 años, zapatillas. Resulta que alguien
del barrio los llamó para que vaciaran una biblioteca de libros de derecho y
medicina y Dani quedó fundido.
Caminamos
hacia el predio que les cedió el ferrocarril cuando desapareció el Tren Blanco
de la línea San Martín, la última que lo mantuvo vigente, y ellos se
organizaron junto a otros 120 recicladores –esa es la palabra correcta, no “cartoneros”–
para defender sus derechos y lograr que una lengua de tierra cerca de las vías
se convirtiera en fuente de trabajo y frenesí. Todo a pulmón tienen oficina,
parrilla, cocina, comedor, garita de seguridad, lockers, muchas plantas,
cámaras, espacio para guardar los carros y hasta una escuelita en la que les
enseñan a leer y a escribir a los que no saben.
Podría
decir que Daniel empujaba el carro vacío y delante íbamos Adelma y yo blandiendo
un gancho de cortina con la punta en ele. Ella me contaba que gana $ 13.600 de
sueldo y que eso la obliga a reciclar basura cuatro horas al día como mínimo,
de lunes a viernes. Y que Daniel está “en lista de espera” para acceder a ese
privilegio. Y que muchos familiares suyos trabajan en esto.
Adelma
me contaba también que, al margen de los metales, lo que mejor se paga es el
papel blanco y que en segundo lugar vienen el plástico soplado, el cartón, los
diarios y las revistas. Que los jueves pasan los camiones a comprar lo recogido
y que ganan unos $ 800 o $ 900 encima de seiscientos kilos de recolección. Que
cada bolsón lleno pesa unos noventa o cien. Que tiene diez hijos, cincuenta
nietos, doce bisnietos. Que su retoño mayor es más grande que Daniel, que no
tiene hijos (“él es solo, ¿viste?”). Que su madre ya es tatarabuela y cumplió
78. Que tuvo un comedor y le daba de comer a cien criaturas. Que en cada
encuentro familiar pone a hervir planchas y planchas de ravioles.
Que no
agarre eso, que no sirve, me dice cuando abrimos un contenedor negro cuya tapa
sostenemos en alto con la mitad de un palo de escoba, y que agarre aquel envase
de lavandina y aquellas revistas con el gancho, me dice cuando hundimos la cabeza
en un contenedor verde. Que hoy hacemos el recorrido corto, me explica mientras
desplegamos los cartones en la calle Santo Tomé y Dani avanza rápido con el
carro, dividido en dos compartimentos, atrás los cartones, adelante el resto.
Escribo
esto y me largo a llorar. Estoy emocionado como con Gonzalo, el arbolito. Me
conmueve conocer a estas personas de tan buena madera expulsadas del sistema,
pero todavía tan adentro, tan dependientes de él. Trabajadores que dejan el
alma en la calle con tal de darles de comer a sus hijos y con los que sintonizo
enseguida. Y cómo no, si somos lo mismo, si tenemos la misma sangre.
Podría
decir: vieran la bondad y la picardía en la mirada de Adelma, la forma en que cuida
a su compañero, lo contenta que se pone cuando encuentra un autito rosa
envuelto en yerba y yogur y le dice a Dani (“pá”, lo apoda cariñosamente) que lo
va a guardar para regalárselo a uno de sus nietos, la fuerza de su cuerpo.
De
pronto me quedo atrapado en las fauces de un contenedor, con las patas en el
aire como una nadadora de sincronizado, y al salir los veo caminar unos
cincuenta metros delante de mí, enchufados, tirando para no aflojar. ¿Cómo
escribir esto sin caer en golpes bajos?, me pregunto. Y al mismo tiempo me da
igual: que salga como salga.
Hoy fui
reciclador urbano. Metí las manos en la masa. Me topé con la indiferencia de la
gente. Con la impaciencia de los colectiveros. Con la apatía de los
supermercadistas chinos. Con el desgano de los porteros. Con la discriminación
de los peatones. No digo que todas las personas sean así, pero por desgracia la
gran mayoría lo es y tiene miedo, mucho miedo. “Cada dos por tres nos dicen ‘córranse,
mugrientos’ o ‘apúrense, negros de mierda’”, cuenta Adelma sin mosquearse.
Esto lo
sentí el otro día laburando en la calle Florida y lo volví a sentir hoy: me han
llegado a mirar con ojos de búho, patitiesos, como diciendo “¿qué hace este muchacho
de piel blanca y ojos claros gritando ‘cambio, cambio’?”, “¿qué hace este
pelirrojo husmeando en la basura?”. No vi esas miradas cayendo sobre mí de
reojo: las sentí, que es otra historia. Las sentí siendo arbolito, las sentí
siendo reciclador. Por eso quiero que, del modo que sea, este texto sirva, que mi
lenguaje y mis palabras se transformen en acción.
En
plena caminata, justo cuando me tocó empujar el pesadísimo y por momentos inmaniobrable
carro que me dejó doliendo los hombros y los brazos, una chica que no conozco
me escribió este mensaje por Instagram: “Vengo siguiendo tus actos psicomágicos
al entrar en arquetipos tan marcados. Siento tu liberación, tu curso intensivo
de realidad y dharma. Seguí compartiendo así sanamos con vos”.
Podría
decir muchas cosas más, pero me quedo acá, el corazón en la mano.
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